miércoles, 1 de octubre de 2008

Memoria de los domingos




Los domingos,

esos domingos redondos y brillantes

como una moneda pulida

cabían en el patio grande de mi casa,

en la plaza

y en el cine de mi barrio.

Amaba los domingos buscavidas

y la sinfonía de colores

en la vieja calecita

con su música gastada

y cuando en las noches de verano

miraba desde la ventana las estrellas

como fantasmas de plata,

soñaba con hacer un viaje lejos,

muy lejos,

hasta tocar el alba.

Ya desde entonces quería somarme al mundo

y ver crecer la vida

desde la puerta de mi casa.

Me gustaba ver a los blancos albañiles

levantando paredes con sus manos

y a los carpinteros armar

los grandes esqueletos de los barcos.

Mi padre era herrero

y en la siesta lo espiaba

junto a su sonoro yunque

moldear el hierro

con sus manos cansadas.

Los domingos blancos de mi niñez

y de mi tumultuosa adolescencia.

Esos días cómplices que se estiraban hacia los grillos y las auroras.

Esos domingos ya nunca volverán,

pero quedarán vivos en la persistente

memoria del tiempo,

en la dulce cadencia de la siesta.

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